La
cena estaba preparada con el esmero propio de una mujer enamorada: carne cocida
a punto, salsa agridulce con miel y piña, papas doradas y crujientes; un buen
vino para completar y un postre especial en la heladera.
Pero
el rostro de ella era una máscara de horror, de angustia, de desespero, y lo
que es peor: ya era un sentimiento cotidiano.
El
ondulado pelo de mujer que tratada de esconderse en los pliegues del oscuro
saco de Juan fue el causante de la terrible tormenta. Ella confirmó lo que pasaba
al segundo de mirar sus ojos, pero la práctica mutua de la mentira de uno y la
resignación de la otra prevalecieron durante velada.
Cuando
el postre fue servido, el plato de Juan estaba cubierto con una suave y
espumante crema, con delicioso y dulce sabor, que tenía un cierto gusto
metálico proveniente del ingrediente principal: la pequeña y pegajosa bala que
le atravesó la cabeza.
Ella
dejó el arma sobre la mesa y fue a lavar los platos.
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