16/5/12

"No cuesta nada ser romántico como en las películas"


"Llegó al aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro ho­ras el vuelo de París, siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que, en algún momento antes de dormirse, le había di­cho la hora de su salida. Así era en las películas: en el momento fi­nal, cuando la mujer está casi entrando en el avión, el hombre apa­rece desesperado, la agarra, le da un beso, y la lleva de vuelta a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los funcionarios de la compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espec­tadores saben que, a partir de ahí, vivirán felices para siempre.
«Las películas nunca dicen qué sucede después», se decía Ma­ría, intentando consolarse. Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más inconstante, el descubrimiento de la primera nota de la amante, decidir, armar un escándalo, escuchar promesas de que eso no se volverá a repetir, la segunda nota de otra amante, otro escándalo y la amenaza de separarse, esta vez el hombre no reac­ciona con tanta seguridad, simplemente le dice que la ama. La ter­cera nota, de la tercera amante, y entonces escoger el silencio, fin­giendo que no lo sabe, porque puede ser que él diga que ya no la ama, que es libre para marcharse.
No. Las películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el ver­dadero mundo empiece. Mejor no pensar en eso.
Leyó una, dos, tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después de casi una eternidad en aquella sala de aeropuerto, y em­barcó. Todavía se imaginó la famosa escena en la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano en su hombro, mira hacia atrás, y allí está él, sonriendo.
Pero nada de eso sucedió.
Durmió durante el escaso tiempo que separaba Géneve de Pa­rís. No tuvo tiempo de pensar qué diría en casa, qué historia con­taría, pero con toda seguridad sus padres se pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta, una hacienda y una vejez agradable.
Se despertó con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la pista durante mucho tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de terminal, ya que el vuelo para Brasil salía de la ter­minal F y ella estaba en la C. Pero que no se preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho tiempo, y que si tenía alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a encontrar el camino.
Mientras el aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó si valía la pena pasar un día en aquella ciudad, sólo pa­ra sacar unas fotos y contarles a los demás que había conocido Pa­rís. Necesitaba tiempo para pensar, estar a solas consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la noche anterior, de modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse vi­va. Sí, París era una excelente idea; le preguntó a la azafata cuán­do saldría el siguiente vuelo para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.
La azafata le pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa que no permitía esa serie de escalas. María se consoló, pen­sando que ver una ciudad tan hermosa sola la deprimiría. Esta­ba consiguiendo mantener su sangre fría, su fuerza de voluntad, no lo iba a estropear todo con un bello paisaje y la nostalgia de alguien.
Desembarcó, pasó por los controles de la policía, su equipaje iría directamente al otro avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se abrieron, los pasajeros salían y se abrazaban con al­guien que los esperaba, la mujer, la madre, los hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al mismo tiempo que pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un secreto, un sue­ño, no era tan amarga, y la vida sería más fácil.
-Siempre nos quedará París.
No era un guía turístico. No era el chofer de un taxi. Sus pier­nas temblaron cuando oyó la voz.
-¿Siempre nos quedará París?
-Es la frase de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre Eiffel?
-Sí, muchísimo. 
Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de luz, la luz que ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el viento frío la hacía sentirse incómoda por estar allí.
-¿Cómo has llegado antes que yo? -preguntó para disimu­lar la sorpresa, la respuesta no tenía el menor interés, pero nece­sitaba algún tiempo para respirar.
-Te vi leyendo una revista. Podría haberme acercado, pero soy romántico, incurablemente romántico, y creí que sería mejor tomar el primer puente aéreo para París, pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas, consultar un sinfín de veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores, decir la frase que Rick le dice a su amada en Casablanca, e imaginar tu cara de sorpre­sa. Y tener la certeza de que eso era lo que tú querías, que me es­perabas, que toda la determinación y la voluntad del mundo no bastan para impedir que el amor cambie las reglas de un momen­to a otro. No cuesta nada ser romántico como en las películas, ¿no crees?
(...)
Le dio un beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa des­pués de que sale el «Fin» en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien decidía contar su historia, le pediría que la em­pezase como los cuentos de hadas, que dicen:
Érase una vez..."

(Once Minutos - Paulo Coelho)


No hay comentarios: