"Llegó al
aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro horas el vuelo de París,
siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que, en algún momento
antes de dormirse, le había dicho la hora de su salida. Así era en las
películas: en el momento final, cuando la mujer está casi entrando en el avión,
el hombre aparece desesperado, la agarra, le da un beso, y la lleva de vuelta
a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los funcionarios de la
compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espectadores saben que,
a partir de ahí, vivirán felices para siempre.
«Las películas
nunca dicen qué sucede después», se decía María, intentando consolarse.
Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más inconstante, el descubrimiento de
la primera nota de la amante, decidir, armar un escándalo, escuchar promesas de
que eso no se volverá a repetir, la segunda nota de otra amante, otro escándalo
y la amenaza de separarse, esta vez el hombre no reacciona con tanta
seguridad, simplemente le dice que la ama. La tercera nota, de la tercera
amante, y entonces escoger el silencio, fingiendo que no lo sabe, porque puede
ser que él diga que ya no la ama, que es libre para marcharse.
No. Las
películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el verdadero mundo empiece.
Mejor no pensar en eso.
Leyó una, dos,
tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después de casi una eternidad en
aquella sala de aeropuerto, y embarcó. Todavía se imaginó la famosa escena en
la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano en su hombro, mira hacia
atrás, y allí está él, sonriendo.
Pero nada de
eso sucedió.
Durmió durante
el escaso tiempo que separaba Géneve de París. No tuvo tiempo de pensar qué
diría en casa, qué historia contaría, pero con toda seguridad sus padres se
pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta, una hacienda y una
vejez agradable.
Se despertó
con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la pista durante mucho
tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de terminal, ya que el
vuelo para Brasil salía de la terminal F y ella estaba en la C. Pero que no se
preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho tiempo, y que si tenía
alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a encontrar el camino.
Mientras el
aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó si valía la pena
pasar un día en aquella ciudad, sólo para sacar unas fotos y contarles a los
demás que había conocido París. Necesitaba tiempo para pensar, estar a solas
consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la noche anterior, de
modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse viva. Sí, París era
una excelente idea; le preguntó a la azafata cuándo saldría el siguiente vuelo
para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.
La azafata le
pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa que no permitía esa
serie de escalas. María se consoló, pensando que ver una ciudad tan hermosa
sola la deprimiría. Estaba consiguiendo mantener su sangre fría, su fuerza de
voluntad, no lo
iba a estropear todo con un bello paisaje y la nostalgia de alguien.
Desembarcó,
pasó por los controles de la policía, su equipaje iría directamente al otro
avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se abrieron, los pasajeros
salían y se abrazaban con alguien que los esperaba, la mujer, la madre, los
hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al mismo tiempo que
pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un secreto, un sueño, no
era tan amarga, y la vida sería más fácil.
-Siempre nos
quedará París.
No era un guía
turístico. No era el chofer de un taxi. Sus piernas temblaron cuando oyó la
voz.
-¿Siempre nos
quedará París?
-Es la frase
de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre Eiffel?
-Sí,
muchísimo.
Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de luz, la luz que
ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el viento frío la
hacía sentirse incómoda por estar allí.
-¿Cómo has
llegado antes que yo? -preguntó para disimular la sorpresa, la respuesta no
tenía el menor interés, pero necesitaba algún tiempo para respirar.
-Te vi leyendo
una revista. Podría haberme acercado, pero soy romántico, incurablemente
romántico, y creí que sería mejor tomar el primer puente aéreo para París,
pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas, consultar un sinfín de
veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores, decir la frase que Rick
le dice a su amada en Casablanca, e imaginar tu cara de
sorpresa. Y tener la certeza de que eso era lo que tú querías, que me esperabas,
que toda la determinación y la voluntad del mundo no bastan para impedir que el
amor cambie las reglas de un momento a otro. No cuesta nada ser romántico como
en las películas, ¿no crees?
(...)
Le dio un
beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa después de que sale el «Fin»
en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien decidía contar su
historia, le pediría que la empezase como los cuentos de hadas, que dicen:
Érase una vez..."
(Once Minutos - Paulo Coelho)
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